WHAT IS A GOOD MOVIE? - LAURENT JULLIER.
By: Santiago Rodríguez Cárdenas.
Laurent Jullier en su texto ¿Qué es una buena película? en su apartado Dos criterios comunes, parece mencionar que uno de los juicios que se tienen al momento de considerar “buena” una película tiene que ver con su función edificante. Aquí el autor menciona que: Una película que nos enseñe algo puede convertirse en un criterio generalizado del cual se sirven los espectadores para evaluar un filme.
La idea de que las buenas películas deben dar una lección, sumado al uso de adjetivos como: “Películas virtuosas” o “Ejemplarizantes”, son unas de las frases que surgen en el texto de Jullier que parecen apuntar a una trasferencia de la figura espectador-alumno, otorgándole una responsabilidad al cine encaminada a una función pedagógica, didáctica, ética y moral.
Si suponemos que la pregunta que titula el texto de Jullier -¿Qué es una buena película?- trata de responderse a lo largo del texto y a través de los 6 criterios establecidos por el autor, podríamos llegar a la conclusión que la capacidad edificante de un filme podría definir el éxito del mismo –En busca de la felicidad, Gabriele Muccino (2007) o La vida es bella, Roberto Benigni (1997)- son algunos ejemplos en los que el aspecto virtuoso y su capacidad de otorgar una lección y moraleja al público han servido como trampolín que ha impulsado ambos filmes a su reconocimiento.
Sin embargo y para esta ocasión, esclarecer si el éxito de una película determinada corresponde o no a su condición virtuosa y de fábula es lo que menos me interesa, más bien y por el contrario, lo que plantearé aquí, es la noción de aquel lugar peligroso y terrorífico en el que puede quedar enraizado el cine al considerar la edificancia como una condición o formula del ejercicio cinematográfico.
Jullier en las primeras páginas del apartado, ya hacia un acercamiento a aquellas consecuencias de trenzar la moral con la cinematografía -El caso del Código Hays es una de ellas-. Aquí, este código de producción cinematográfica que determinaba con una serie de reglas restrictivas qué se podía ver en pantalla y qué no, tomó la forma del Lobo del cuento de Caperucita para convertirse en el monstruo que coarta y condiciona los caminos libres y habitables que se supone el cine podría explorar, trayendo a él, como consecuencia, la limitación para ingresar en el bosque “prohibido” saturado de arboles con frutos y manzanas “del pecado”.
“No se producirán películas que tengan la capacidad de disminuir la moralidad de los que las vean. De esta forma, la simpatía del público no tenderá hacia los vicios, hacia el pecado ni hacia el mal”
Lo anterior es una cita de los principios generales del ya nombrado Codigo Hays (1930), Jullier ya mencionaba el carácter utilitarista que se escondía tras este discurso, argumentando que las películas hollywoodenses proponían un “saber hacer” (un conocimiento que enseñaba a sus espectadores la manera de comportarse, vestirse y actuar frente a el mundo).
Parecería un poco tranquilizador pensar que este nivel de censura apareció casi nueve décadas atrás, y parecería quizá también natural pensar que en nuestra época, frente al imaginario que se tiene de ser una sociedad ilustrada y superior a las anteriores; códigos como estos no podrían aparecer. Sin embargo, en una sociedad vanidosa y narcisista, que al sentirse casi perfecta no se le ocurre dudar de su propia plenitud, estos problemas podrían quedar tapados y ser identificados tan solo por unos pocos.
No muy diferente –Y lo verdaderamente preocupante- es que incluso tan solo diez años atrás, en la realidad del cine nacional y con la aparición de las leyes estatales que apoyan el desarrollo y la producción cinematográfica de un país como Colombia, las hipótesis de Jullier se confirman. El autor ya mencionaba que en el afán – bajo una perspectiva clásica- de conseguir un supuesto perfeccionismo del mundo, aquella llamada lección o moraleja terminaría convirtiéndose en una simple propaganda y falsedad.
Lisandro Duque, que para los años que rodeaban la creación de la ley 1556 (2012) era el presidente de la Academia Colombiana de -Artes y Ciencias Cinematográficas (ACACC); tuvo que enfrentarse al gran dilema de que en la redacción de dicha ley se estipulase que el objetivo era “promover la buena imagen del país”. Esto establecía a priori que todos los
proyectos beneficiados tenían que atiborrarse de discursos optimistas y positivos que envolvieran a Colombia en un país agradable para los nativos y para el exterior.
Dicho condicionamiento traería consigo una censura no muy diferente a la del Código Hays ochenta años atrás, el discurso de “Buena imagen” estaba cargado de preconcepciones morales y éticas encaminadas hacia un “Deber ser del cine”. Aquí, temáticas como el narcotráfico, la prostitución, lo altos índices de pobreza, la guerra, el paramilitarismo y la guerrilla parecían quedar extinguidos frente a las motivaciones de esta ley. Parecería sencillo decir que una escapatoria al dilema hubiera sido producir cine fuera del estado, pero en un país sin industria, se tornaba y se torna bastante difícil realizar cine sin el apoyo estatal, más aun cuando no se ha encontrado la forma de alcanzar un nivel máximo o al menos digno de
independencia.
Esta problemática que parece haber interesado a Jullier a millones de kilómetros de distancia en el viejo continente, pareció resonar de nuevo en Colombia, aquellas preconcepciones éticas y morales se terminarían convirtiendo (Como lo mencionó Jullier) en un ejercicio propagandístico, que buscaba utilizar al cine como medio para vender el país. El cine al existir en un mundo utilitario, es absorbido por el sistema, donde en el afán de otorgarlo un espacio útil, se termina rellenado el vacío con la idea de cine para enseñar.
Sin embargo, y para agudizar la idea del lugar terrorífico que al principio de este texto se menciona, se hace necesario responder la pregunta acerca de ¿Cuál es el lugar o desde quien y quienes se produce este concepto que gira entorno a la moral? Aquí, ya no solo se hace pertinente decir si es apropiado o no la edificancia en el cine, sino más bien, se vuelve de vital importancia responder desde donde proviene la construcción de estos discursos y cuál es su lugar de enunciación. Desde la llegada del arte occidental a Colombia y a Latinoamérica, pareció ser que el campo del arte -que para entonces, excluía al cine frente a su inexistencia-, estuvo demasiado permeado por aspectos morales y éticos que provenían de la cultura europea. El contacto de América latina con el otro mundo, trajo como consecuencia al continente americano una diversidad de cambios económicos, políticos, sociales y culturales.
Dicho esto y teniendo en cuenta el contexto y los intereses evangelizadores, colonizadores e imperialistas con los que Latinoamérica recibió el arte europeo, podríamos afirmar que frente a la ya mencionada y ambigua inutilidad y/o utilidad del arte, esta empezó a jugar una papel fundamental como un espacio propicio para la construcción de un discurso clave que colaboraría con el adoctrinamiento de pueblo latino americano.
Así, dentro de uno de los intereses más importantes, se encontraba el expandir la religión católica a lo largo del continente para paralelamente incrementar su poder en el mundo y mantener un control social. Es aquí cuando el arte se convierte en la herramienta principal que funcionó para impartir dichos discursos morales, que traían consigo una construcción de hábitos de comportamiento que poco a poco fueron siendo implantados en los nativos americanos.
Ideas como: La familia es la base de la sociedad (Y entendamos familia como hombre y mujer) sumado también a ideas de superioridad de raza, fueron algunos de los modelos que empezaron a implantarse a través del arte: La arquitectura, la pintura la escultura y demás expresiones artísticas, eran construidas en función de la emisión de un mensaje contundente que altero radicalmente la cultura latinoamericana y que aún en nuestros días se hace presente.
Pinturas como: «El hogar de Nazareth» de Gregorio Vásquez de Arce «Adoración de los pastores». Gregorio Vásquez de Arce, «Desposorios de la Virgen y San José». Baltasar Vargas de Figueroa, «La Virgen con el niño». Anónimo. Siglo XVII, entre muchas otras obras; no hacían más que establecer que la relación entre el hombre y la mujer debía estar mediada por la castidad y el sometimiento, realzando el valor del matrimonio como sacramento vital para la iglesia donde los hijos debían ser protegidos y seguir los mandatos de sus padres, mientras la mujer debía estar a la disposición de su conyugue encargándose de las labores de la casa.
Es aquí donde me parece importante resaltar, que si bien el arte estaba ejerciendo su papel edificante y virtuoso, persuadiendo y conmoviendo hasta el punto de que las familias nativas latinoamericanas empezaran a adoptar este modelo, haciéndolo propio y considerándolo ejemplar; la construcción de moralidad parece entonces ser dudosa y precaria. Hacerse consiente de que estas concepciones tenían como origen un discurso católico y conservador, creado por tan solo unos pocos - generalmente más poderosos y pertenecientes a las grandes elites- dejaría en evidencia que muchos de los principios morales que dominaron la colonia y que aún se hacen presentes en nuestra época, podrían quedar rezagados y encerrados en la jaula de la subjetividad.
Esta idea de la moral como una construcción subjetiva, dejaría al descubierto que contrario a la idea de creer que los principios morales son naturales y han estado estipulados desde el origen de los tiempos, no se trata más que de otra doctrina creada por el hombre que bajo el discurso de sostener la convivencia y la vida colectiva, ha terminado ensuciando su finalidad con intereses individuales.
Transponer todas estas ideas e hipótesis al campo del cine, nos llevaría a pensar que fenómenos como El código Hays o el control social imperialista y adoctrinador de la colonia, aunque parezcan ser hechos que han quedados enterrados en el pasado, son aspectos que siguen permeando nuestra sociedad contemporánea, haciendo el ejercicio del cine un ente horroroso frente al control que imparte.
Películas como Amores perros, Alejandro González Iñárritu (2000), son una clara evidencia de que la noción moral católica y conservadora aún sigue presente en la sociedad contemporánea. Tras la máscara formal de esta película, las historias que componen esta filme tienen como eje temático la familia, donde el catalizador en las acciones en las tres secciones de la historia parecen apuntar hacia un adulterio o un abandono familiar.
Aunque las tres secciones o historias parezcan articularse y unificarse alrededor del accidente automovilístico, la estructura del filme se arma alrededor de – lo que podrían llamarse- metáforas y alegorías que reflexionan respecto a la consecuencia de una red de decisiones morales. Aquí la falta de matices y diferencia entre los personajes parece ser insignificante, el hecho de que Daniel y El chivo hayan abandonado a su familia por causas totalmente diferentes (Uno por otra mujer y otro por una causa social) no parece otorgar ninguna profundidad a las situaciones que se desarrollan, ni tener un peso frente al
abandono mismo.
Fotograma Amores perros (2000)
El amor “prohibido” entre Susana y Octavio se representa siempre de una manera incomoda, sus acercamientos se ven siempre interrumpidos por recordatorios que inducen a las dimensiones de culpa, el llanto del bebe nos traslada a la ilegalidad de la relación al estar dentro del campo de la infidelidad y traición; el montaje constantemente relaciona a la pareja con los errores de Ramiro, pero también con el acto criminal del intento de Octavio por ganar el amor de Susana. Cualquier posibilidad de trasformar la situación de los personajes es cancelada por la narrativa misma del filme o por el moralismo con el que la película interpreta a sus personajes.
Todas las manifestaciones de violencia parecen ser consecuencia directa o indirecta de las acciones morales y nunca del sustrato social, Valeria una modelo que vive de su apariencia física, termina siendo castigada con la amputación de sus piernas, un castigo que podría estar encaminado al hecho mismo de establecer una relación con un hombre casado o por su abundante interés en la superficialidad de su cuerpo.
En la película de Iñarritu, la mayoría de sus personajes parecen terminar castigados bajo la premisa del “mal obrar”. Ignacio Sánchez Prado en su texto, Amores perros: Violencia exótica y neoliberal menciona que la apuesta ideológica de la película no se trata de poner a los personajes en un conjunto de circunstancias a partir de las cuales se miden sus decisiones, sino de crear una vara moral absoluta que mide a todos con los mismos criterios, una moral que plantea la reivindicación de los valores familiares incuestionables en las tres circunstancias –por cierto muy diferentes-, abriendo paso simplemente a un catálogo de los miedos de una burguesía urbana, interpretados por ella en una escala moral conservadora que considera la violencia el producto, no de profundas diferencias sociales y económicas, sino de la decadencia de valores familiares que acompañan la caída del estado a partir de 1968.
Dicho lo anterior, podríamos retomar a Jullier frente a la idea que expone que: Cuando una película no retrata a héroes virtuosos (de una moralidad intachable) y deciden representar a personajes problemáticos que toman decisiones antiéticas, la moralidad misma del filme termina castigando a sus personajes enseñando al espectador “ Lo que no debe hacer”. Estas películas terminan implantando un discurso de que cualquier acción que vaya en contra de los principios establecidos terminará desencadenando una serie de castigos, que lo llevarán a un final indeseable muy similar al de los personajes representados.
Es por todo esto, que me parece peligroso el hecho de entregar al cine una responsabilidad pedagógica y casi educativa y de formación. Al la moral ser subjetiva y al la censura traer como objetivo un control social, que en nuestros días deviene también de un discurso que queda bajo el yugo del consumismo, podríamos considerar que el cine es uno de los medios más fuertes para manipular a las masas y que ha terminado construyendo unos terribles imaginarios en los que hoy vivimos.
Entender y entregar al cine la utilidad de ser edificante haría que muchos de los componentes conexos a algunas temáticas queden vetados, haciendo del cine una actividad terapéutica que no estoy muy seguro que sea propio de atribuirle. Para finalizar y aquí parafraseo a Duque, diré que “el cine y el arte en general se nutren preferencialmente de las grandes tragedias, hacer cine sobre la felicidad y la buena vida es una causa perdida y los temas que son realmente atractivos son sangrientos, o por lo menos, llenos de conflictos…”. El cine nace del malestar inseparable de la condición de la existencia, es por ellos que: “Romeo y Julieta, Madame Bovary, Crimen y castigo, etc. Están llenos de muertos, peligros, intrigas… y, en algunos casos, desde luego, dramas íntimos, sinuosidades sicológicas y sufrimiento”.
Lisandro Duque, en su artículo Tras y post-escena de las leyes de cine en Colombia publicado en la edición No. 26 de los cuadernos de cine colombiano, menciona también que: “La gran literatura, verbigracia, La Ilíada de Homero, era un relato sobre un auto secuestro motivado en el amor, el de Helena de Troya, que provocó una guerra de diez años. Es probable que haya agregado algo en el sentido de que si en el Reino Unido de los años setenta del siglo XX, o en la Grecia de ocho siglos antes de Cristo, hubiera existido para el arte la restricción de referirse a asuntos violentos, ni Frenesí de Hitchcock, ni La Ilíada de Homero habrían sido posibles”.
Dicho esto, considero la censura un aspecto terrorífico, hacer demasiado caso a la moral y la edificancia como regulador social, seria negar rotundamente la complejidad del ser humano. Construir personajes complejos es vital si no se toma una postura llena de prejuicios como lo hace Iñarritu en Amores perros, que al fin y al cabo y como lo menciono al principio de este texto, podría haber funcionado como trampolín que le ha permitido entrar a la industria y le ha abierto las puertas al éxito.
Aunque gracias a Duque y a algunas otras variables y posturas presentadas en la conformación y redacción de la ley 1556 de cine 2012, haya desaparecido del proyecto de ley el estorbo de la expresión “buena imagen” valdría la pena preguntarse si, aunque no esté registrado en el papel, algunas películas de cine colombiano siguen ganando estímulos estatales al cumplir con intereses que abordan asuntos que van más allá de lo netamente artístico. Hollywood y Disney parecen hoy, ser los fabricantes de productos virtuosos y edificantes por excelencia, se han convertido en una biblia audiovisual que pretende mostrarnos cuál es nuestro papel en la sociedad e indicarnos el camino para alcanzar la felicidad.
Alguna vez recuerdo haber leído una cita de la novela 1984 de George Orwell que decía: “No importa si la guerra es real, ya que la victoria no es posible, la intención de la guerra no es ganarla si no que sea continua, el acto esencial de la guerra moderna es la destrucción del producto de la labor humana, una sociedad jerárquica solo es posible con base en la pobreza y la ignorancia; el esfuerzo de la guerra se planea para mantener a la sociedad al filo de la hambruna, la guerra se libra por el grupo regente en contra de sus propios súbditos y su objetivo no es la victoria, sino el mantener la estructura misma de la sociedad intacta”.
Frente a esto me pregunto si en la sociedad de control en la que vivimos, donde parece difícil hacer tangible aquel ente fantasmagórico que parece dominarnos, no sería posible cambiar en la cita de Orwell la palabra “guerra” por “cine”, y creer que este (El cine masivo) tiene este mismo objetivo, mantener una estructura social intacta, donde paralelamente esta funcionalidad del cine deja en evidencia que el arte no puede valerse y entenderse por sí mismo, sino que inevitablemente y para mantenerse a través del tiempo queda encadenado por otros campos ajenos al fenómeno artístico.
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